Una serie con tan buen argumento e intérprete principal que se comienza a ver con esa ilusión inocente que anima a disfrutar de un buen producto y dejarse llevar por las emociones que deberían traspasar la pantalla con holgura para vivir la historia junto a la protagonista y dejar las críticas y planteamientos técnicos de lado.
Eso esperé cuando decidí ver la serie Con C mayúscula (The Big C).
La serie nos presenta la respuesta de una mujer en la cuarentena, de clase media, casada y con un hijo adolescente, a la que le diagnostican un melanoma en estado avanzado. Hecho que destruye y barre con violencia repentina el castillo de arena que era su vida, eliminando también los cimientos que todos luchamos por implantar y que no son más que una quimera.
Mientras Cathy Jamison asimila su novedoso estado, opta por no comunicar la noticia a su familia. Esto obrará ciertas modificaciones en su entorno, ya que aunque las palabras <<Estoy enferma>>, no salgan de su boca su comportamiento y puntos de vista se transforman de manera repentina, haciendo que los suyos experimenten indirectamente sus propios cambios.
El
personaje de Cathy, sobria Laura Linney, inicia un periplo interior y exterior
en el que se pierde. Pasa más de media temporada –hablamos de la
primera- para que decida contarle a alguien que padece cáncer, y casi toda para
que lo cuente a su marido (al cual es sencillísimo coger manía por ser un niño
grande bobo y dependiente.) Mientras eso llega hace unas "visitas" a
su hermano (ecologista convencido y vagabundo por opción) en lo que son tímidos
intentos por estrechar lazos, buscando quizá un confidente o un refugio. Igual
sucede con su hijo. Pero la ansiada confianza y comprensión llega de manos de su
solitaria y gruñona vecina Marlene y
del propio doctor que la atiende. ¿Os suena de algo?
Un amante, una alumna obesa a la que Cathy (profesora de instituto) pagará por cada kilo que pierda y que se irá acercando a la familia, un hijo egoísta, malcriado, y necio (típico prototipo de adolescente en las producciones estadounidenses), una relación matrimonial que va y que viene, una incursión fugaz en un grupo de apoyo a enfermos de cáncer casi sectario, un tonteo con el doctor... Son a grandes rasgos las historias que nos ofrece la serie. En eso se pierde la primera temporada. En lugar de profundizar en el caos en que se ha sumido la vida de Cathy, sus nuevas percepciones, los sueños por cumplir, reflexiones sobre su vida, nos muestran a una enferma alocada como una quinceañera y, en muchos casos, irracional.
A
mayores posibilidades de sacar jugo a una historia, mayores expectativas... Y demoledoras decepciones. Esto es lo que me ha pasado con el
serial. Recuerdo dejar de prestar
atención a la pantalla dominado por una mezcla de impotencia y fraude. Ahora, con perspectiva, siento que he
asistido con una sonrisa a mi propia estafa.
El
punto fuerte está en la interpretación de la protagonista, el personaje de Sean
(merecidísima mención a John Benjamin Hickey)
su inmaduro emocional y activista hermano, Andrea esa chica con una hermosura
escondida, quizá escudada, entre su
rudeza y sinceridad afilada y, la escena
final de la primera temporada, donde Adam, hijo de Cathy, por fin se
muestra sensible (cosa extraña en un adolescente de producciones
estadounidenses) gracias a un inesperado y fantástico (ya era hora señores
guionistas, ¡han esperado al último episodio!) golpe de timón dado en la serie.
Espero
que mejore en las siguientes temporadas, porque la serie continúa, y el equipo aprenda de los errores y fallas, porque
esto lo hemos visto otras veces como parte de una película o serie, y lo hemos
visto mejor. Ni siquiera podemos decir
que estamos ante un buen corta-pega, porque la trama adolece de alma y de
norte. Un rumbo que ojalá encuentren
pronto para disfrute de la audiencia entre en la que ya no estoy incluido.
Fuente fotos por orden: http://www.loqueyotediga.net/diario/show/cine-en-serie-the-big-c-una-comedia-triste